En este blog ya se ha abordado anteriormente el tema de los espíritus en sistemas de transporte público, en concreto sitios como el metro de la Ciudad de México, el subterráneo londinense, el de Buenos Aires y otros más alrededor del mundo. El tema de los fantasmas en el subterráneo genera un gran interés, al grado de que en sitios como YouTube y otras páginas existen reportajes que reproducen contenidos que van desde los ya mencionados aquí en este blog en la entrada de Leyendas del Metro del Distrito Federal hasta creepypasta y relatos enviados por personas que sufrieron encuentros con seres del más allá mientras viajaban de camino a sus hogares o empleos.
Pero pocas historias son tan aterradoras como la que se relatará a continuación. Y en especial, porque esta ha sido confirmada por decenas de personas en los últimos diez años, la mayoría de ellas mujeres. Este es el caso del sacerdote fantasma del Sistema de Tránsito Rápido de la Bahía de San Francisco, California.
El frío del invierno.
En el año 2009, la ciudad de San Francisco y California en general fueron asoladas por un frente frío que impactó gravemente a varias localidades de la costa. Pocos días antes de navidad, una joven de nombre Charlotte decidió ir en bicicleta a realizar sus compras para la festividad y así evitar los estragos de comprar el mismo día 24.
Al salir de la tienda, Charlotte se encontró con que la ligera nevada del mediodía había degenerado en una feroz tormenta invernal, la cual la obligó a abordar el BART (de las siglas Bay Area Rapid Transport) para regresar a casa. En los trenes del BART, el último vagón siempre está reservado para que los ciclistas puedan subir sus bicicletas con ellos; así que muy rara vez va lleno. Charlotte tomó asiento a mitad del vagón, colocó su bicicleta a un lado y estaba revisando su teléfono cuando se percató de que algo estaba mal.
Recordaba haber visto perfectamente a quienes iban en el tren cuando subió, así que, ¿de dónde rayos había salido el hombre parado frente a ella?
El sujeto en cuestión era un sacerdote de edad avanzada, a juzgar por su hábito de color negro y collar blanco a la manera de los católicos. Charlotte, pensando que el hombre quería sentarse, se disculpó y movió su bicicleta a un lado para permitirle tomar asiento; pero el hombre ni siquiera respondió el gesto. Al verlo detenidamente, Charlotte sintió un escalofrío.
Decir que se veía inusual era poco. Medía poco menos de un metro ochenta, era tan delgado que parecía sufrir anorexia y en el lado derecho de su rostor había una especie de mancha o cicatriz de color rojo brillante; que contrastaba mucho con su cabello canoso y piel extremadamente clara. Por cortesía, Charlotte le preguntó si quería sentarse, pero el hombre no respondió y se limitó a observarla fijamente. Asustada, la joven se puso de pie y decidió que era mejor bajar en la próxima estación y esperar otro tren que pasar un minuto más en ese vagón con el hombre extraño. Descendió al llegar a la estación Powell, y una punzada de curiosidad la obligó a voltear de nuevo al tren para echarle un último vistazo a ese sujeto tan extraño.
El cual había desaparecido.
De pie en el andén, Charlotte buscó con la mirada, pero no encontró rastro alguno del sacerdote. Razonó que la única puerta por la que podía haber salido era la misma por la que bajó ella, así que no existía una forma de que pudiese haberlo hecho sin que se diera cuenta. Fue ahí que Charlotte cayó en cuenta de lo que acababa de pasar.
Acababa de ver un fantasma.
Espectros en la mañana.
Elaine era una profesionista que llevaba diez años viviendo en San Francisco y para la que usar el BART era algo cotidiano. Al menos, hasta una mañana del año 2006 en que tuvo que ir a trabajar un sábado para cubrir a una compañera del trabajo que había enfermado.
Al subir a la estación de la Calle 24 y Mission, había cuatro personas sentadas a lo largo del vagón. Fue cuando Elaine se sentó y empezó a enviarle mensajes de texto a su novio que sintió a un quinto usuario sentándose a su lado. Algo en la presencia de esta persona la hizo voltear a verlo, y se sorprendió momentáneamente al ver que se trataba de un sacerdote. Éste le tocó el hombro y le dio los buenos días.
Se congeló, pues algo en el hombre y ese saludo le produjo miedo. Al igual que en el caso de Charlotte, Elaine describió al hombre como un anciano con una cicatriz roja en un lado de su rostro, añadiendo detalles como labios muy delgados, dientes grandes y ojos tan azules que parecían blancos; como los de un vampiro en una película de horror.
Viéndolo fijamente, Elaine notó que el hombre parecía no ocupar espacio, y que sus movimientos eran tan repentinos que era como ver una imagen de animación cuadro por cuadro. Otro rasgo que la aterró fue que la figura del sacerdote parecía vibrar, como una caricatura o una imagen con mala recepción en un televisor.
Le respondió el saludo por cortesía, pero se hizo a un lado rápidamente para alejarse lo más que pudo. Lo escuchaba susurrar algo, una especie de cántico. Elaine pensó ponerse de pie, y como en una película de horror, sintió la mano del sacerdote en su cabello. No era como el toque de una persona normal, más bien le pareció como si el cabello se le hubiese atorado en algo húmedo.
Volteó de forma súbita mientras le gritaba que no le tocara el cabello, pero ya no había rastro alguno del sacerdote. Buscó con la mirada al resto de los pasajeros, para ver si de casualidad alguno más había visto ese fenómeno; pero nadie parecía haberse dado cuenta. Elaine saltó de su asiento y salió del tren para ir a buscar un taxi con el cual ir a su trabajo.
"Solo quiero volver a casa".
Esas fueron las palabras que una oficinista de nombre Valery recitó mientras salía de la puerta de su oficina durante una noche de octubre. Eran las ocho de la noche cuando Valery subió al tren que la llevaría a casa.
Estaba revisando e-mails en la pantalla de su celular cuando notó algo. Alzó la mirada y vio que a cuatro asientos de ella se encontraba un hombre muy extraño, uno que tenía 'algo' que le producía nervios. El sacerdote era imposiblemente pálido y parecía haberse empapado en la lluvia, aún cuando ese día había sido soleado y caluroso. Algo en él emitía un aura de enfermedad casi insalubre, y a diferencia de los casos anteriores, en esta ocasión le sonreía de oreja a oreja.
Lo estudió desde el rabillo del ojo, fijándose en la gran cicatriz en su rostro y el cabello desaliñado. Al llegar a su estación, el hombre le devolvió la mirada y frunció los labios como si le enviara un beso. Valery llegó a la conclusión de que se trataba de un pervertido, así que salió del tren y recorrió otro túnel para transbordar a la línea que la llevaría a casa. Estaba mentalmente exhausta luego de un mal día en el trabajo, y lo último que quería era pensar en algún degenerado, en especial en ese tan escalofriante.
Al abordar un nuevo tren, Valery continuó su trayecto por unas cuantas estaciones más sin percance alguno. Nadie subió, y los pocos pasajeros que iban con ella se encontraban metidos en sus propios asuntos; así que Valery aprovechó para cerrar los ojos, echar la cabeza hacia atrás y relajarse.
Iba a medio camino, justo en el túnel submarino que atravesaba la bahía y la llevaba a Oakland en la costa de California; cuando metió la mano en su bolsa para sacar una botella de agua. Abrió los ojos para abirla y tomar un sorbo, y se encontró con que el sacerdote estaba sentado a seis lugares de ella. Eso la asustó, pues el hombre no había salido del tren original y tampoco había recorrido el trayecto de transbordo atrás de ella.
Valery sabía que no podía ser, pues en ese asiento no había habido nadie al subir y tampoco existía una manera en que el sacerdote hubiese podido abordar el tren detrás de ella sin que se diera cuenta. Y el hombre la miraba.
Intentó ignorarlo, pero con cada estación más y más gente bajaba del tren, dejándola a solas con el sacerdote. Al llegar a su parada, Valery bajó corriendo y se detuvo al llegar a los torniquetes, pensando que el demente tal vez intentaría seguirla a casa. Pero para su buena suerte, no fue así.
Sintiéndose aliviada, Valery bajó por las escaleras hacia la salida. Al llegar a la calle, escuchó la voz de un hombre pidiendo cambio. Valery bajó la mirada y encontró a un vagabundo sentado en el suelo, cubriéndose con una manta sucia y raída. Y mientras pasaba a su lado, el hombre dijo "Solo quiero volver a casa".
Las palabras del hombre eran las mismas que ella había dicho al salir de la oficina, casi una hora atrás. Lo miró detenidamente, y para su horror total, el vagabundo era el mismo sacerdote; aunque vestía una sudadera sucia en lugar de sus hábitos. Era idéntico, desde la piel pálida y de consistencia como de cera hasta la cicatriz y el mismo cabello desaliñado y escaso. El hombre la miró a los ojos. Sus propios ojos eran azules, tanto que la superficie del ojo parecía completamente blanca. Y volvió a repetir la frase.
"Quiero volver a casa".
Valery retrocedió completamente presa del pánico, justo cuando el vagabundo frunció los labios para mandarle un beso. Eso la hizo correr sin detenerse hasta que cerró la puerta de su departamento.
El periódico.
En abril del 2011, Jared viajaba a casa en un tren del BART cuando una voz masculina le habló y le pidió el periódico que llevaba en el regazo. Al alzar la mirada, Jared vio que era un sacerdote casi completamente calvo, de piel pálida y con una cicatriz en un lado de su rostro. Como en las historias anteriores, Jared se sintió incómodo al verlo.
Los ojos del sacerdote eran lechosos, como si tuviese cataratas, pero a juzgar por la manera en que pedía el diario y clavaba los ojos en él, definitivamente podía ver. Jared le entregó el periódico y casi vomitó al percibir el aroma que emanaba del hombre.
Era un olor a putrefacción, similar al de un perro muerto. Dulzón, pútrido y opresivo.
El sacerdote tomó el papel y fue a sentarse frente a él. Pero no leía, si no que observaba fijamente a Jared y sonreía; produciéndole una sensación de desagrado. Decidido a no pensar en ello, Jared miró a la ventana y pensó en cuanto quería ver a su esposa, que lo esperaba en casa.
El sacerdote se inclinó hacia él y susurró 'ella también quiere verte', sonriendo con una mueca horrible y feroz, casi lunática. Jared no respondió. Continuó mirando por la ventana hasta que llegó a su estación y pudo salir a toda velocidad del vagón.
Se giró y miró al tren mientras este reanudaba su marcha, fijándose en que el sacerdote seguía dentro. Al salir de la estación y respirar el aire fresco, Jared se comenzó a sentir mejor y pensó que tal vez solo era un anciano extraño o con problemas mentales, que todo lo demás había sido una exageración suya. Sin tomarle más importancia y decidido a dejar todo atrás, Jared fue a buscar su auto a un estacionamiento público. Subió a su vehículo y salió del estacionamiento... solo para darse cuenta de que a tres metros de su auto, en la acera opuesta, estaba de pie el sacerdote del tren. Y estaba saludándolo con la mano.
Jared aceleró y no miró atrás en ningún momento, pues sabía que no estaba alucinando y peor aún, que no existía una explicación válida para que el hombre estuviese ahí.
El investigador Brad Steiger sostiene que el sacerdote del BART tal vez no sea un fantasma, si no una entidad mucho más peligrosa; posiblemente un demonio o un ente del bajo astral que busca alimentarse del miedo que produce a las personas.
Por ejemplo, el autor R. Thurston Hopkins explica que estas entidades, similares a los conceptos de seres ficticios como Pennywise, los Boggarts o los Dementores de Harry Potter; son una posible especie desconocida con la capacidad de imitar a los seres humanos, y que obtienen energías del miedo que producen a sus víctimas. Así, en su libro 'Adventures with the Phantoms', Hopkins presenta una gran variedad de casos en que estos seres aparecen en tiendas, bares, restaurantes, parques y transportes públicos para aterrorizar a personas elegidas en específico por alguna razón que no puede ser explicada.
En el caso del sacerdote, sin embargo, este ser parece bastante hostil e incluso malévolo. Pues, cabe aclarar que tanto Charlotte como muchos otros que dicen haberlo encontrado, han experimentado fenómenos subsecuentes de parálisis del sueño, terrores nocturnos y pesadillas vívidas durante los meses posteriores al evento.